lunes, 29 de marzo de 2010

La jungla en el asfalto

Vivo en una zona donde los edificios por fuera son horribles aunque por dentro los pisos son muy cómodos y muy acogedores. Pero la zona también tiene sus inconvenientes. Como está muy cerquita de la M-30, las casas se ensucian con mucha facilidad: termino de barrer y me encuentro con otra pelusa. Entonces vuelvo a barrer y vuelvo a encontrarme con otra pelusa, pero ya paso y me voy a comprar el pan. Cuando regreso de la compra tan cargada que las asas de las bolsas me cortan la circulación de las manos (porque iba sólo por el pan y me vuelvo con toda la tienda) tengo que recorrer el trayecto que hay entre la entrada de la plaza y mi portal. La plaza no es circular ni cuadrada, sino que tiene forma de hache (¿en qué estaría pensando el arquitecto?). Cito el detalle porque eso hace que unos pinos, altísimos y con una copa enorme, formen muchas veces un arco en la parte de la hache que está en medio.


Cuando empieza el calor se forman en las copas de los árboles unos ovillos enormes que a veces toman la dimensión de un balón de rugby. Vistos desde el suelo tienen toda la pinta de una madeja de lana, por lo que es inevitable que te acuerdes de tu abuelita; sólo que cuando caen al suelo te acuerdas de tu padre. De esos ovillos gigantes salen unas orugas asquerosas que van en fila india siguiendo como borregos a la primera: van en línea recta, haciendo espirales, haciendo eses cuando cruzan la calzada... Si quitas a la primera las demás se ponen nerviosas y se dispersan como cuando se disuelve una manifestación. Si las dejas tranquilas son capaces hasta de trepar por las paredes, y no lo digo en sentido figurado: en ese momento temes que esas guarras lleguen a tu piso y se cuelen por tu ventana y te invadan como hicieron las hormigas cuando se metieron en la casa de Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta (pero no pueden porque cerré la ventana para que no se metieran las pelusas).


Volviendo a cuando regresaba de la compra. Tengo que llegar hasta mi portal, sin pisar las orugas porque, si por verlas me dan escalofríos, pisarlas me provocan un asco irreprimible. Además, el fiambre se queda pegado a la suela y luego no soy capaz de usarlos porque cada vez que me calzo los zapatos recuerdo como crujen al pisarlas. Ahora sólo me queda recorrer el tramo de la hache donde está mi casa, esquivando a las hordas invasoras.

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