Apenas quedan unas
horas para que termine julio y empiece agosto, los dos meses por excelencia
para vacaciones… Para el que pueda tomárselas, claro.
Recuerdo que, de
niños, mi abuela les dejaba a mis padres una casa en San Lorenzo del Escorial
al pie del monte Abantos (ese que se quemó hace años). Íbamos en agosto, que
era cuando a mi padre le daban las vacaciones en el curro. Nos pasábamos el
verano yendo a pasear a la lonja del Monasterio. Por el camino, parábamos en
una heladería y nos comprábamos una horchata.
Si había suerte, de
vez en cuando caía un chaparrón de esos que te invitaban a quedarte en casa a
jugar a las cartas, o a hacer un campeonato de comedores de pipas.
Han pasado casi
cuarenta años y las cosas han cambiado. Ahora me da miedo irme de vacaciones
por si me llaman para un trabajo y me pilla fuera de Madrid… Es que ni siquiera
puedo irme: ya sufro para pagarme la tarjeta de transporte (y sólo es para
Madrid ciudad), así que para irme fuera unos días no quiero ni pensar lo que
sufriría. Las vacaciones las toma cada uno por su lado: en vez de ir al Monasterio
me voy a cualquier centro comercial a tomarme un refresco de oferta y, como ya
no llueve, me tengo que llevar una botella para tirarme agua encima de vez en
cuando y que no me dé un jamacuco, por no hablar de un golpe de calor.
Bueno, y comer pipas
me lo ha prohibido el dentista; no queda otra. Cuento los días para que llegue
el otoño. Sí, me gusta el frío. ¿Pasa algo?
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