Cuando yo era niña, una de las cosas que más hablábamos
los compañeros del colegio era lo que queríamos ser de mayores: unos querían
ser médicos, otros veterinarios, otros queríamos ser payasos... Personalmente,
yo no tenía ninguna gracia. Luego pensé en ser química, bailarina, botánica,
periodista, tenista..., hasta que acabé estudiando Historia.
Hace unos días recordé mi antigua vocación circense
cuando fui al hospital a quitarme los puntos de mi reciente intervención
quirúrgica. Tuve que pegar un madrugón horrible y no tuve tiempo de tomarme un
café antes de ir: me equivoqué en la hora de la cita y llegamos solo cinco
minutos antes.
Supongo que a primera hora de la mañana, sin café y sin
maquillaje que me tape la cara, tengo una expresión un tanto especial, y se ve
que cómica. Mi madre y yo nos sentamos en el pasillo, en unos bancos que había
cerca de la consulta; en frente, una pareja. En seguida, me di cuenta que me
miraban de arriba a abajo, y empezaban a hablarse al oído, y a mirarme otra
vez. Luego ella le enseñó a su chorbo algo que había escrito en el móvil y
volvió a mirarme, y a reírse. Yo hice como que no me di cuenta pero me molestó.
Fue cuando recordé que quise ser payasa. Normalmente, una
cosa así me resbala pero esta vez me sentó mal, quizás porque aún me sentía mal
por la operación. No me importa ser la causa de la risa, pero si se ríen
conmigo, no de mí. Y me molestó más, si cabe, por haber de por medio un
problema de salud.
En fin. No seré nunca payasa, pero esa tipeja será
siempre una gilipollas.
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