Tengo que confesar que llevo arrastrando una frustración
desde la más tierna infancia: nunca me ha tocado la sorpresa del roscón.
Siempre le toca a otro, si es un adorno de mujer, a un hombre; si es un
trenecito, a una mujer. Casi siempre le toca a mi madre.
Un año llevé mi desesperación a tal extremo que decidí
comprarme un roscón para mí sola, de esa manera, la sorpresa me tocaba sí o sí.
Y era de los grandes porque, en aquel entonces, te decían en la tienda que el
pequeño no llevaba sorpresa (seguro que era para vender uno más caro).
Me comí el roscón sin prisa pero sin pausa, y conseguí
ventilarlo en dos días. Cuando solo me quedaban dos trozos, el mío y el mío, y
la sorpresa no había salido aún, llegó mi madre y me dice “uy, qué rico”. ¿Cómo
le iba a decir que no?
No recuerdo que aquel estúpido roscón llevara haba, pero
sí una sorpresa como la que le tocó hoy a mi madre, una gnoma de los bosques.
El haba del roscón de hoy me ha tocado a mí, igual que otras veces.
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