Después de cuatro meses y medio de
inactividad (lo que no es del todo exacto porque no he parado de hacer otras
cosas), ayer empecé a trabajar otra vez. Me llamaron el día 2, que en Madrid es
fiesta, por lo que hubiera flipado de no ser porque hace años me llamaron un
domingo. Se trataba otra vez de hacer encuestas
telefónicas. No me quejo, porque el trabajo me gusta, y no me asusto si alguna
de las personas a las que llamo me contesta alguna barbaridad: las llamadas son
infinitas y es muy difícil que no haya algún grosero o grosera.
Están los que no tienen tiempo, los que
tienen visita justo en ese momento (qué casualidad), los que salían “por la
puerta” (¿por dónde pensaban salir?, ¿por la ventana?), los que iban al médico
(hay mucha gente que tiene que estar cayéndose a trozos)… y un largo etcétera
de excusas para no contestar la entrevista, tantas como personas te descuelgan
el teléfono. También están las máquinas,
contestadores y faxes, casi siempre contestadores. Los contestadores son
terribles, ni siquiera te dan opción a meter la pata porque no les puedes hacer
la encuesta (pero no por ello dejas de ser un inútil). La gente mayor es otra categoría; muchos
no oyen bien o tienen miedo de que quieras engañarles, a ver, con los tiempos
que corren…
Engañarme, eso es lo que han hecho
conmigo. Cuando me llamaron para trabajar me dijeron que sería para quince
días. ¡Quince días! Ganaría lo suficiente para tapar unos agujeros que se me
asemejan socavones. No eran aún las diez de la mañana,
cuando me han llamado para decirme “no vengas hoy” (es que eso de “estás despedido”
es muy feo). No quisieron dar más explicaciones. Gentuza.
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