Hace unos días fui al centro de Madrid
cogiendo un autobús que pasa por la Ciudad Universitaria, donde está la
Universidad Complutense. Por el camino, iba pensando en las gestiones que tenía
que hacer cuando subieron tres chicas que venían de alguna de las facultades
cercanas: iban comentando cómo habían sido las clases del día y todo lo que
tenían que estudiar. Se sentaron a mi lado.
De pronto, una de las ruedas del autobús
rozó el bordillo de la acera haciendo un ruido muy raro, como un chillido. Afortunadamente,
la rueda no reventó y el asunto no fue a más. Pero una de las gilipollas que se
sentaron a mi lado soltó: “a ver si han atropellado a un perro” y se rió. Y las
otras le hicieron los coros.
Sigo dándole vueltas al asunto. Por más
que lo pienso, no entiendo la gracia del chiste, o a lo mejor soy yo que he
perdido el sentido del humor, pero creo que jamás me reiría si atropellan a un
animalito, sobre todo después de haber disfrutado de la compañía de un perro
maravilloso al que sigo considerando único. No sé si él les hubiera dicho algo,
pero sospecho qué hubiera hecho...
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