domingo, 30 de julio de 2017

Un reloj de pared

Entro en la sala donde voy a pasar toda la tarde con el ordenador. En la pared, junto a la puerta de entrada, hay un reloj que marca siempre las 16.25. El segundero trata desesperadamente de ir desde el 8 al 9 como si fuera la boca de un pez boqueando.


No hay silencio porque el "tac, tac, tac" de los teclados lo impiden. También lo impide el ruido del taladro que se oye porque está la ventana abierta, a pesar que con ello no se nota tanto el aire acondicionado. La verdad es que con la ventana cerrada también se oye pero no tanto, como cuando me estaba examinando de Prehistoria un mes de junio en un examen oral y un albañil que había fuera se puso a cantar saetas y la profesora tuvo que cerrar la ventana: se ve que no le gustaba el flamenco.

Cuando por fin para el ruido del taladro, le toma el relevo una conversación que sale de detrás de unos ordenadores. Es una de esas conversaciones que se oyen alto y claro, y que no dejan concentrarse al personal. No digo nada por no ganarme un enemigo, pero hablan tan alto que les chistan desde dos mesas más al fondo, y es que se supone que estamos trabajando. ¿Qué tendrán que hablar que tienen que joder el trabajo de los demás?

Por fin se termina el trabajo del día, se acaban los cuchicheos y el tac, tac, tac. El brazo descansa, a casita y a dormir. No consigo desconectar: todas las noches sueño con que los lotes a grabar siguen y siguen, y no terminan nunca, igual que el reloj que nunca avanza, como si no quisiéramos enterarnos del tiempo que pasa.

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