Mira que hay gente guarra. Hace unos días, al salir del
trabajo (sí, estoy trabajando), vi cómo se iba delante de mis narices uno de
los buses que, por la época del año que es, tienen una frecuencia indecente.
Llegué a la parada y, con una aplicación del móvil, vi cuándo llegaba el
siguiente. Derrotada al ver que aún iba a tardar 57 minutos (y eso si iba,
porque a veces parece que los buses son abducidos) me dejé caer sobre el
cristal de la marquesina. De pronto, noté en mi brazo algo pegajoso y, en mi
inocencia, pensé que habría fiestas o alguna actuación y que aquello sería
pegamento de algún cartel caído antes de tiempo.
Me puse firmes y miré al cristal... Para qué tuve que
mirar, si por algo dicen que la curiosidad mató al gato, en este caso de asco.
Había un escupitajo pegado al cristal a modo de masa traslúcida que se había
derretido un poco y que fue escurriéndose por el cristal hasta que paró cual
lava volcánica (hubiera preferido la lava).
En cuanto llegué a casa me enjaboné el brazo bien
enjabonado, y después de enjuagarme, vacié un bote de alcohol dándole a mi
brazo un brillo momentáneo y un olor aséptico. Ahora, la pregunta es: ¿quién
puede ser tan cerdo o cerda para dejar expuestas semejantes manifestaciones
guturales a la vista de los viajeros desesperados? Encima yo, que por mi
estatura no llego a ninguna parte, esta vez llegué al pollo y la impresión se
me quedó incrustada en la piel y en el cerebro.
En fin, como me dijo mi madre "a ver si tienes más
cuidado lo próxima vez, y tampoco te sientes en el banco de la marquesina,
porque una vez se te quedó pegado un chicle rosado a unos vaqueros que estabas
estrenando".
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