Hoy hace un año que me despidieron del último
trabajo que tuve, aunque sería más exacto decir del último trabajo remunerado,
porque parar no he parado, hasta el punto que, de tener una talla 42 he pasado
a una 38, y me acerco a la 36. ¿Cómo es posible esto? ¿Es que me falta de
comer? No, afortunadamente no; pero el estrés generado por la necesidad de
conseguir un trabajo, y la ansiedad derivada de no haberlo conseguido no ayudan
a mantener el peso.
Al mismo tiempo, la sensación de inutilidad
no me la quita nadie. Ningún esfuerzo se ve recompensado y, a falta de críticas
constructivas, las destructivas me hacen polvo, y no sé si es peor una de estas
o no tener ninguna. Porque aquel despido fue de una manera “extraña”.
El día de la entrevista me hicieron una
prueba de velocidad que dejó impresionada a la que luego sería mi jefa, y esa
misma tarde me llamaron para decirme que el puesto era mío, pero una vez dentro
de la empresa, esa mujer nunca quiso decirme las pulsaciones que alcancé en
aquella ocasión. En las dos semanas siguientes, cualquier cosa que solicitara
(un asiento más cómodo, un teclado nuevo…) se me proporcionaba de inmediato,
pero nunca información sobre cómo iba en el trabajo.
Hasta que llegó un lunes y me llaman de la
ett que me envió a aquel sitio: me dicen que dejo de prestar servicios a la
empresa pero no me dicen porqué. La situación no podía ser más incómoda, porque
mi jefa, la que tendría que haber dado la cara si hubiera sido una buena jefa,
se sentaba a menos de tres metros de mí, pero no me había dicho nada cuando
llegué. Pregunté a la señora que me llamó si debía esperar al final del día
para marcharme o si debía pasar vergüenza delante de los compañeros y marcharme
ya. Van y me dicen que llamarían para consultar... a la persona que estaba a
menos de esos tres metros.
Al final de la jornada, me fui saludando todo
lo sonriente que pude al subordinado inmediato de aquella individua: la cara de
pena que puso no se me va a olvidar en la vida, debió pensar que yo aún creía
que volvería por la mañana.
En los días siguientes, no paré de trabajar
con un teclado que me había comprado para mejorar en casa el trabajo que hacía en
la empresa, solo que esta vez lo hacía para demostrarme a mí misma que yo no
tenía la culpa de mi despido sino motivos que nunca supe (ni nunca sabré ni
falta que me hace); no quiero que una mala experiencia me lastre las siguientes,
solo que desde entonces, no ha habido siguientes.
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