Cuando vives en una vivienda donde las paredes son de
papel, la probabilidad de que te enteres de la vida de los vecinos es muy alta.
Al venir donde estamos, a nuestra izquierda vivía una pareja que no paraba de
discutir, se le oía en el otro lado del patio. A la derecha, vive un hombre
mayor con el que no tenemos buena relación, pero hemos llegado al punto de
ignorarnos mutuamente.
Después de irse la pareja ruidosa, vino otra pareja. Ella
estaba embarazada, y no tardó en dar a luz. Está claro que al niño se le oyó
llorar muchas veces, pero daba gusto el esfuerzo que pusieron sus padres en
cuidarle. Nunca se les oyó discutir. A veces hicieron reuniones en su casa,
pero eran felices, se oían risas. Unos meses antes de que se declarase la
pandemia se fueron, seguramente a un sitio más grande.
Y estuvimos casi toda la pandemia con ese apartamento
vacío, lo cual era de agradecer porque veíamos disminuida la posibilidad de
contagio del covid. Hasta que llegaron los salvajes que hay ahora.
Me dio la impresión que entró una pareja porque me
encontré con ellos cuando salí a tirar la basura. Llevaban útiles de limpieza.
Ya cerca de la noche empezó a escucharse un “boom, boom, boom, boom…” como el
de las discotecas. Y di un par de golpes a la pared para ver si paraban, y así
fue. Pero al día siguiente por la mañana, empezó otra vez el “boom, boom, boom,
boom…”. Comprendí a toda esa gente que vive al lado de los locales de bailoteo.
Es insoportable. Empezó a dolerme la cabeza y casi vomité.
Después de sopesar las palabras, escribí una nota en la
que les pedía que no pusieran esa música porque me provocaba dolores de cabeza.
Alegué que mi madre es mayor y yo estoy estudiando oposiciones, y al tercer día
ya no sonó ese ruido que algunos llaman música.
No pasaron muchos días cuando empezaron a escucharse
ruidos de muebles moviéndose. Pensé que aún no habrían terminado de colocar los
muebles desde que llegaron. Estas casas son pequeñas, y no siempre es fácil
aprovechar bien el espacio: seguro que estaban estudiando diferentes formas de
poner el mobiliario hasta dar con la adecuada. Muchas veces le comentaba a mi
madre “a la propietaria no le va a quedar casa cuando estos se vayan”. Qué
golpes, como si cayera un armario en la pared, sólo que un día se caía un
armario, y otro día también: como si hubiera un espíritu cabreado que no dejaba
de molestar. Y todavía les quedaban fuerzas para jugar al tenis y a los bolos. Y
así pasaron casi todo febrero, marzo, abril y mayo.
Tampoco faltó el típico niño hiperactivo que no paraba de
la mañana a la noche: eso pensaba yo. Empezaba a escucharlo a las 10 de la
mañana y no paraba hasta la 1:30 del día siguiente. “Pobrecitos, qué problema
de niño si tiene esa energía”… Si cuando soy imbécil no me supera nadie.
Un día dos niños empezaron a correr por el pasillo,
haciendo temblar el suelo hasta el interior de las casas, otro niño asomándose
por la ventana, y otra vez los niños de antes jugando con mis cuerdas de la
ropa. Y todo sin mascarilla. Y la señora que los acompañaba no les decía nada,
no les enseñaba que no se puede tratar mal la propiedad ajena (con lo suyo me
da igual lo que hagan), y que corriendo de esa manera se puede tirar al suelo a
la gente mayor que vive aquí.
Otra vez puse un papelito en el buzón de los vecinos de
al lado: les dije (todo lo finamente que pude) que no se corre por el pasillo
como un elefante, no se fisga por la ventana, la mascarilla es obligatoria, que
no se permiten visitas de personas ajenas a una vivienda... (recomendación
pandémica) porque esos niños no vivían aquí: sus malos modos hicieron que
descubriese que tenían la mala costumbre de venir de visita, ellos eran el niño
hiperactivo que pensaba que no dejaba dormir a sus padres.
No sirvió de mucho llamarles la atención, porque
siguieron dando por s*** hasta que un día (aparentemente) se cansaron. Ya no
hay niños tocapelotas, aunque no quiero decirlo muy alto porque se acercan la
vacaciones. Ahora tienen un perro que ladra más cuando se acerca la medianoche,
y después también porque no lo callan si no doy golpes en la pared.
¿Y qué pasa con el espíritu cabreado? Se nota que ya no están los niños, pero siguen moviéndose los muebles a horas y en momentos que dan que pensar: ni la hora de la siesta ni las 11.30 de la noche son horas de probar dónde queda mejor el armario. ¿Casualidad? ¿Maldad? No lo sé, pero estoy hasta los h*****.
No hay comentarios:
Publicar un comentario