Hoy he tenido más tiempo del habitual para pensar. En vez
de ir a la biblioteca, me he quedado en casa porque esperaba una llamada
relativa a un trabajo en el que había puesto esperanzas y, como viene siendo
habitual en los últimos dieciséis meses, esa llamada no se ha producido. Así
que, al mismo tiempo que he seguido con mi rutina de buscar empleo por
Internet, he estado siguiendo por televisión y por la misma red las noticias que
últimamente acaparan los medios de información: la corrupción y el ébola.
Iré al grano. He contemplado horrorizada cómo las
autoridades quieren culpar de su dolencia a una de las enfermeras que se
ocuparon de uno de los sacerdotes que estaban infectados por el virus. He visto
cómo, a pesar de las recomendaciones en contra, esas mismas autoridades se
dieron toda la prisa que pudieron en asesinar al perro de la enfermera con la
excusa de que podía ser transmisor de la enfermedad: ¿le hicieron pruebas? No,
ante la duda, culpable (mejor no pienso en que se ha perdido una pieza del
puzzle). He apreciado cómo, esas autoridades que tanto presumen de que en
Europa les aplauden con los pasos que están siguiendo que, en realidad, no
hacen más que dar palos de ciego, y que lo único que de verdad han conseguido
es crear alarma social y miedo por dar un abrazo a quien lo necesita.
Porque, sabe Dios como acabará esto, pero una vez que
haya pasado el miedo y el ébola sea solo un mal recuerdo, los mismos que nos
trajeron el peligro del virus seguirán poniéndose unas medallas que no les
corresponden, seguirá el paro, el saqueo, la desconfianza y la desilusión.
Mato, dimisión.