Necesito hacer unas gestiones en un servicio
público de Madrid, pero primero tengo que pedir cita previa en uno de esos
teléfonos que te saludan tan educadamente: “Bienvenido al Servicio de Gestiones
Administrativas de su Provincia (nombre supuesto, está claro; no es que tenga
miedo a dar nombres, es que no le voy a echar la culpa a un solo organismo). Si
conoce la extensión márquela; si es usted profesional, marque uno; si está
desempleado marque dos; si quiere pedir documentación, marque tres; si solo es
información, marque cuatro; si quiere marear la perdiz, marque cinco…”.
Después te encuentras otra retahíla de marque
uno, dos o tres o lo que sea, pero tarda lo suyo que te pongan con la opción
que te interesa, eso por no hablar de que te hayas equivocado de opción, con lo
cual tienes que volver a llamar porque no hay posibilidad de volver al menú
principal; o que te hayan soltado un rollo sobre la protección de datos que
nunca dura menos de tres minutos y que te hace olvidar para qué has llamado.
Una vez llamé a un sitio donde me soltaban el
“todas nuestras líneas están ocupadas, no cuelgue por favor” seis veces en un
minuto; si me tenían esperando quince minutos (a veces más), la frase tenía que
aguantarla noventa veces: supongo que para hacernos entrar en trance y no nos
diéramos cuenta de que se estaban riendo en nuestra cara.
¿Por qué no pido cita por Internet? A lo
mejor porque no hay esa opción… El caso es hacernos perder el tiempo. La cita
previa, ese invento maravilloso que, en teoría, tendría que organizar mejor el
trabajo de los funcionarios (eso no lo sé, tendrían que opinar ellos) nos hace
perder el tiempo a los demás, nos pone de mal humor y nos hace sentirnos en el
más absoluto desamparo administrativo, porque para protestar o poner cualquier
reclamación, seguramente tenemos que llamar a otro teléfono para pedir cita
previa.