domingo, 30 de mayo de 2021

Soñar, no hay otra cosa

Hace tiempo estuve hablando con una amiga y nos pusimos a soñar en voz alta. Ella sueña con una casa en propiedad, yo sueño con una casa más grande. Ella considera una casa en el campo, porque le costaría más barata y podría poner piscina. Yo, como no sé nadar, le tengo alergia al heno y al polen y, además, soy urbanita, no me iría al campo, pero si me gustaría una casa con una cocina grande: la mía es muy pequeña y cocinar es como jugar al Tetris con sartenes.

Una cocina grande es una buena excusa para cocinar más y mejor. Porque cocinar, lo que se dice cocinar… Yo diría que junto los ingredientes, y luego pasa lo que pasa. Bueno, solo un poquito, porque mi madre y yo nos lo comemos todo. No son tiempos de tirar nada. Al principio de la pandemia, como pensaba que iba a durar menos y que sería cosa de unos pocos meses, comí lentejas con más frecuencia de la habitual (a mi madre a veces le hacía otra cosa): lentejas con verduras variadas (sobre todo puerro), lentejas con arroz, lentejas con chucrut (col fermentada)… Siempre sin chorizo, que mamá no puede.

El chucrut también lo comí de varias maneras. A ver, primero compro un bote y luego voy comiendo su contenido: unas veces con salchichas, otras queso (contrarresta el sabor del vinagre), otras con más chucrut…

Y luego viene el postre, casi siempre yogur con cereales, aunque ahora también pruebo las natillas.

En fin, hay días que no tengo ni idea de qué puedo cocinar. A veces lo pienso desde el día anterior, lo que es como prolongar la agonía de tener que meterse en la cocina… privilegio que ya quisieran muchos, como la señora que un día estaba pidiendo en la puerta del súper. Me dijo si podría darle algo de dinero o de comida. Le pregunté qué necesitaba y me dijo que unas patatas o unos tomates le vendrían bien. Le saqué eso y unos dulces. Le hacían apaño. Me dio las gracias con una sonrisa de oreja a oreja.

La verdad es que después casi me dio vergüenza tener sueños, cuando esa mujer se topa con la más cruda realidad casi todos los días. Pero, quién sabe… Ojalá.

miércoles, 26 de mayo de 2021

Vecinos

Cuando vives en una vivienda donde las paredes son de papel, la probabilidad de que te enteres de la vida de los vecinos es muy alta. Al venir donde estamos, a nuestra izquierda vivía una pareja que no paraba de discutir, se le oía en el otro lado del patio. A la derecha, vive un hombre mayor con el que no tenemos buena relación, pero hemos llegado al punto de ignorarnos mutuamente.

Después de irse la pareja ruidosa, vino otra pareja. Ella estaba embarazada, y no tardó en dar a luz. Está claro que al niño se le oyó llorar muchas veces, pero daba gusto el esfuerzo que pusieron sus padres en cuidarle. Nunca se les oyó discutir. A veces hicieron reuniones en su casa, pero eran felices, se oían risas. Unos meses antes de que se declarase la pandemia se fueron, seguramente a un sitio más grande.

Y estuvimos casi toda la pandemia con ese apartamento vacío, lo cual era de agradecer porque veíamos disminuida la posibilidad de contagio del covid. Hasta que llegaron los salvajes que hay ahora.

Me dio la impresión que entró una pareja porque me encontré con ellos cuando salí a tirar la basura. Llevaban útiles de limpieza. Ya cerca de la noche empezó a escucharse un “boom, boom, boom, boom…” como el de las discotecas. Y di un par de golpes a la pared para ver si paraban, y así fue. Pero al día siguiente por la mañana, empezó otra vez el “boom, boom, boom, boom…”. Comprendí a toda esa gente que vive al lado de los locales de bailoteo. Es insoportable. Empezó a dolerme la cabeza y casi vomité.

Después de sopesar las palabras, escribí una nota en la que les pedía que no pusieran esa música porque me provocaba dolores de cabeza. Alegué que mi madre es mayor y yo estoy estudiando oposiciones, y al tercer día ya no sonó ese ruido que algunos llaman música.

No pasaron muchos días cuando empezaron a escucharse ruidos de muebles moviéndose. Pensé que aún no habrían terminado de colocar los muebles desde que llegaron. Estas casas son pequeñas, y no siempre es fácil aprovechar bien el espacio: seguro que estaban estudiando diferentes formas de poner el mobiliario hasta dar con la adecuada. Muchas veces le comentaba a mi madre “a la propietaria no le va a quedar casa cuando estos se vayan”. Qué golpes, como si cayera un armario en la pared, sólo que un día se caía un armario, y otro día también: como si hubiera un espíritu cabreado que no dejaba de molestar. Y todavía les quedaban fuerzas para jugar al tenis y a los bolos. Y así pasaron casi todo febrero, marzo, abril y mayo.

Tampoco faltó el típico niño hiperactivo que no paraba de la mañana a la noche: eso pensaba yo. Empezaba a escucharlo a las 10 de la mañana y no paraba hasta la 1:30 del día siguiente. “Pobrecitos, qué problema de niño si tiene esa energía”… Si cuando soy imbécil no me supera nadie.

Un día dos niños empezaron a correr por el pasillo, haciendo temblar el suelo hasta el interior de las casas, otro niño asomándose por la ventana, y otra vez los niños de antes jugando con mis cuerdas de la ropa. Y todo sin mascarilla. Y la señora que los acompañaba no les decía nada, no les enseñaba que no se puede tratar mal la propiedad ajena (con lo suyo me da igual lo que hagan), y que corriendo de esa manera se puede tirar al suelo a la gente mayor que vive aquí.

Otra vez puse un papelito en el buzón de los vecinos de al lado: les dije (todo lo finamente que pude) que no se corre por el pasillo como un elefante, no se fisga por la ventana, la mascarilla es obligatoria, que no se permiten visitas de personas ajenas a una vivienda... (recomendación pandémica) porque esos niños no vivían aquí: sus malos modos hicieron que descubriese que tenían la mala costumbre de venir de visita, ellos eran el niño hiperactivo que pensaba que no dejaba dormir a sus padres.

No sirvió de mucho llamarles la atención, porque siguieron dando por s*** hasta que un día (aparentemente) se cansaron. Ya no hay niños tocapelotas, aunque no quiero decirlo muy alto porque se acercan la vacaciones. Ahora tienen un perro que ladra más cuando se acerca la medianoche, y después también porque no lo callan si no doy golpes en la pared.

¿Y qué pasa con el espíritu cabreado? Se nota que ya no están los niños, pero siguen moviéndose los muebles a horas y en momentos que dan que pensar: ni la hora de la siesta ni las 11.30 de la noche son horas de probar dónde queda mejor el armario. ¿Casualidad? ¿Maldad? No lo sé, pero estoy hasta los h*****.